Una reflexión sobre cómo aprendemos a dejar de reaccionar desde la herida, para elegir desde la conciencia, un texto sobre defensa, control, y el momento en que dejar de castigar se convierte en una forma de sanar.

Yo no crecí siendo vengativo. Me hice así. A base de injusticias, burlas, traiciones. Me convertí en alguien que ya no quería que lo humillaran nunca más. Aprendí a defenderme con frialdad, con estrategia, con una memoria quirúrgica. No con golpes. Con palabras, con silencios, con miradas. Con inteligencia para tocar justo donde dolía.
Aprendí a usar lo que la gente calla. A detectar sus grietas, sus miedos, sus zonas más oscuras. No por maldad, sino por defensa. Porque en mi mundo, si no te protegías, te destruían. Y entonces, sin darme cuenta, me volví eso que jura que no es: alguien que devuelve el golpe. Que se lo cobra. Que planea. Que hiere.
Quien riéndome la hace, llorándome la paga
Esa frase era mía. La decía. La sentía. La creía. Me la tatué en la forma de mirar. No necesitaba levantar la voz. A veces, si alguien me hacía algo, me lo cobraba de inmediato. Y si no podía, lo guardaba. Lo anotaba mentalmente. Lo envolvía en una sonrisa y lo dejaba ahí… hasta que pudiera devolvérselo. Sin gritos. Sin escena. Pero con precisión.
La gente me tenía miedo. Lo sé. Pero yo también me tenía miedo a veces. Porque detrás de esa estrategia, lo que había era un niño solo. Un adolescente herido. Un adulto que ya no quería sentir indefensión. Y en lugar de pedir ayuda, me convertí en quien ajustaba cuentas. En quien buscaba equilibrio desde el castigo.

Yo no explotaba: castigaba en silencio
Hay quien llora, hay quien grita, y hay quien planea. Yo era de los últimos. Podía parecer tranquilo por fuera, pero por dentro había fuego, cálculo, control. Yo no reaccionaba. Yo actuaba. Y aunque eso me hacía sentir fuerte, me estaba consumiendo.
Vivir así agota. Porque siempre estás alerta. Siempre estás leyendo al otro, cuidándote, previendo, acumulando. No vives: te defiendes. Y ese tipo de fortaleza es una jaula muy bien disfrazada.
Un día ya no tuve ganas de cobrármela
No fue mágico ni repentino. Fue proceso. Fue terapia. Fue conciencia. Fue Dios. Fue silencio interno. Pero hubo un momento en el que ya no sentí la necesidad de ajustar cuentas. En el que ya no quise tener la razón. En el que algo dentro de mí dijo: “basta”.
Ahí supe que el dolor ya no me estaba guiando. Que ya no necesitaba protegerme de todo. Que ya no me interesaba saber los puntos débiles de los demás. Que podía vivir sin estar en guerra. Me descubrí más tranquilo. Más liviano. Más yo.
Ya no vivo para defenderme
No es que ahora permita todo. No es que me haya vuelto ingenuo. Es que hoy pongo distancia antes que ataque. Límite antes que castigo. Me escucho antes de explotar. Y cuando algo me duele, no lo cobro: lo trabajo. Lo proceso. Lo nombro.
No todo merece respuesta. Y yo tampoco merezco cargarlo. Porque hay cosas que duelen, pero no necesitan vengarse. Porque hay personas que hieren, pero no merecen quedarse a vivir en mí. Porque hay batallas que se ganan no peleando, sino soltando la espada.

Dejar de cobrármela fue una forma de volver a mí
No me cambié por quedar bien. Me cambié porque me cansé. Porque entendí que eso que yo llamaba justicia, muchas veces era solo miedo. Miedo a que me volvieran a lastimar. Miedo a no tener el control. Miedo a no ser suficiente.
Hoy no necesito que el otro pague. Porque lo que soy no depende de lo que me hicieron. Hoy elijo responder distinto. O incluso, elijo no responder. Porque no todo lo que llega merece mi energía. Porque no todo lo que duele merece justicia. A veces solo merece distancia. A veces solo merece olvido. A veces solo merece silencio.
Y eso, para alguien que vivió preparado para devolver el golpe, es una forma de redención. Pero también, una forma de descanso. Y de amor propio real.
Dedicatoria
Este artículo está dedicado con profunda gratitud al Dr. Antonio Velarde, mi psicólogo. Gracias a él he podido cerrar tantos ciclos, entender tantas capas de mi historia, y nombrar lo que durante años callé. El trabajo que hemos hecho en su consultorio ha sido una de las experiencias más poderosas y transformadoras de mi vida. Esta reflexión es también fruto de ese proceso. Él entenderá por qué. Nuestra última sesión fue maravillosa, y esta escritura, de alguna forma, continúa esa conversación. Gracias por acompañarme a mirar sin miedo.
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