Por Dr. César Benítez

Introducción: Lo que el cuerpo recuerda, aunque la mente lo haya olvidado
No todo lo que me dolió en la infancia lo recuerdo con claridad, pero mi cuerpo sí. Lo noto en cómo reacciono, en cómo amo, en cómo me defiendo. Las heridas de la infancia no siempre dejan cicatrices visibles, pero sus efectos marcan profundamente la forma en que nos relacionamos con nosotros mismos, con los demás y con la vida.
Este artículo no es un intento de victimizarme ni de mirar atrás con resentimiento. Es, más bien, un ejercicio de honestidad emocional: reconocer que, a pesar de los años, hay partes de mí que siguen doliendo. No todos los días. No con la misma intensidad. Pero sí en ciertos vínculos, en momentos de crisis, en silencios prolongados o cuando el niño que fui quiere ser escuchado.
Hablar de las heridas de la infancia es hablar de raíces. Algunas profundas, otras torcidas, muchas invisibles. Pero todas vivas.
1. Rechazo: Cuando sentí que mi existencia incomodaba

¿Cómo nace esta herida?
La herida del rechazo surge en los primeros años de vida, incluso desde el vientre materno. Puede nacer en contextos donde uno de los padres no deseaba el embarazo, no estaba emocionalmente disponible o vivía su propia historia de rechazo. El niño o niña capta que su sola existencia no es bien recibida. No hay espacio para el error, la emoción o la necesidad.
¿Cómo vive esta herida el adulto?
El adulto que carga esta herida suele desarrollar una autoimagen distorsionada. Tiende a invisibilizarse, a pedir poco, a sentirse fuera de lugar incluso entre seres queridos. Suele rechazar antes de ser rechazado, crear vínculos ambiguos y tener miedo a ser invadido emocionalmente. A menudo se vuelve hipersensible y evita el conflicto a toda costa.
¿Cómo se trabaja esta herida en terapia?
El proceso implica primero hacer visible lo invisible: reconocer que uno se ha rechazado a sí mismo como mecanismo de protección. Luego, se invita al paciente a contactar con su necesidad de pertenecer, de ocupar un lugar legítimo en la vida. Trabajar con afirmaciones, confrontar creencias limitantes (“no valgo”, “estorbo”, “no merezco”) y validar la existencia son pasos fundamentales. El acompañamiento constante es clave: el vínculo terapéutico funciona como una reescritura afectiva del rechazo original.
2. Abandono: La presencia ausente que marcó mi forma de vincularme

¿Cómo nace esta herida?
La herida del abandono aparece cuando los cuidadores principales no están disponibles física o emocionalmente. Puede tratarse de separaciones prolongadas, padres emocionalmente fríos o inconsistentes, o situaciones donde el niño percibe que sus necesidades afectivas no son sostenidas.
¿Cómo vive esta herida el adulto?
El adulto suele experimentar ansiedad frente al apego. Tiende a establecer vínculos dependientes, con miedo constante a que lo dejen, incluso cuando no hay señales de abandono real. Suelen soportar relaciones destructivas solo por no sentirse solos. También aparece una tendencia a sobrecuidar a los demás, como si compensar el abandono ajeno fuera una forma de asegurarse compañía.
¿Cómo se trabaja esta herida en terapia?
Aquí, el trabajo se centra en el fortalecimiento del yo adulto: aprender a habitar la soledad sin que sea sinónimo de carencia. Se utiliza el encuadre terapéutico como espacio de permanencia segura para que el paciente no tenga que “pedir” amor, sino recibirlo con presencia plena. Se reestructura la narrativa de “sin el otro, no soy” por una afirmación de suficiencia: “puedo sostenerme, puedo acompañarme”.
3. Traición: La promesa que se rompió y nunca volví a creer igual

¿Cómo nace esta herida?
Se genera cuando el niño confía profundamente en una figura significativa y esta no cumple su palabra, lo decepciona o lo utiliza. Es común en contextos donde el niño asume responsabilidades adultas (parentalización) o cuando es manipulado emocionalmente.
¿Cómo vive esta herida el adulto?
La persona se vuelve controladora, hiperexigente o desconfiada. Le cuesta soltar el control porque teme que, si no tiene el mando, lo volverán a herir. Puede proyectar deslealtad incluso en vínculos sanos, interpretar la autonomía del otro como amenaza y vivir con una hipervigilancia emocional constante.
¿Cómo se trabaja esta herida en terapia?
Implica desmontar la estructura del “yo tengo que controlar para no sufrir”. Se abordan los temas de confianza, rendición emocional y co-regulación. El terapeuta ofrece un espacio donde el paciente pueda volver a entregarse al otro de forma segura. También se trabaja el duelo por la promesa rota: aceptar que no habrá reparación desde quien traicionó, pero puede haber sanación desde quien hoy se acompaña.
4. Injusticia: El esfuerzo no bastaba y la emoción era debilidad

¿Cómo nace esta herida?
Surge en ambientes rígidos, hipercríticos o donde la perfección es exigida como condición para ser amado. El niño aprende que mostrar emociones, equivocarse o descansar son actos que traen castigo o desaprobación.
¿Cómo vive esta herida el adulto?
Se convierte en un perfeccionista crónico. Tiende a exigirse más de la cuenta, a medir su valor en función del resultado. No tolera equivocarse. Suele vivir con culpa, y cualquier forma de placer o descanso viene acompañada de reproche. Es un adulto que se desconecta de sus necesidades emocionales y somatiza con facilidad.
¿Cómo se trabaja esta herida en terapia?
El proceso terapéutico implica devolver la dignidad a la emoción. Se trabaja en validar la subjetividad, desacelerar el ritmo interno y desmontar el sistema de creencias que une “valor” con “rendimiento”. El adulto aprende que puede ser amorosamente imperfecto. La justicia empieza cuando deja de pelear contra sí mismo.
5. Humillación: Cuando ser yo fue motivo de vergüenza

¿Cómo nace esta herida?
Se gesta cuando el niño es expuesto, ridiculizado, avergonzado o castigado por ser espontáneo. A menudo ocurre en contextos donde la corporalidad, el deseo o la expresión emocional son reprimidos. También en ambientes donde se le hace sentir “menos” por ser diferente.
¿Cómo vive esta herida el adulto?
Evita mostrarse auténtico por miedo al juicio. Se limita a sí mismo, se autocensura, se adapta a lo que cree que el entorno espera. Puede sentir culpa por disfrutar, por poner límites o por desear cosas que aprendió que “no son correctas”. En muchos casos, el placer está asociado al castigo.
¿Cómo se trabaja esta herida en terapia?
Se invita al paciente a reconectar con su espontaneidad, su cuerpo y su deseo. La vergüenza se pone en palabras, se expone con respeto, se sostiene sin juicio. También se exploran las raíces familiares y culturales que impusieron esa vergüenza. La reparación ocurre cuando el adulto se atreve a recuperar lo que antes fue prohibido: el goce, la risa, la desnudez emocional.
Desde la Psicoterapia Gestalt: El lugar donde las heridas se nombran
La psicoterapia Gestalt no pretende “sanar” como quien borra una cicatriz, sino acompañar la toma de conciencia de lo que esa herida dice de nuestra historia. En este enfoque, cada herida es entendida como una interrupción del contacto: con uno mismo, con el otro, con la emoción, con el cuerpo.
El trabajo terapéutico se realiza en el aquí y ahora, desde la autenticidad, el darse cuenta y la responsabilidad. No es una terapia que resuelve por ti, sino que te invita a mirar desde otro lugar lo que aún duele. El terapeuta no interpreta: presencia. No guía: acompaña. No dirige: camina contigo.
Cada herida, cuando es vista sin juicio, se convierte en puerta hacia la integración.
Cierre: Las heridas no desaparecen… pero cambian de forma
Hoy no escribo esto desde la herida, sino desde el camino que he hecho con ella. Mis heridas no han desaparecido. No lo harán. Pero ya no se apoderan de mí. Ya no me definen. Las reconozco. Las nombro. A veces, incluso, las abrazo.

Porque no vine a sanar todo. Vine a comprenderlo, a transformarlo, a vivir con ello sin que me destruya.
Y si un día vuelven a doler… no lo veré como un retroceso. Sino como una de esas noches raras en las que la piel recuerda, el corazón se abre… y el alma vuelve a pedir ternura.
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